“Dios habló a Moshé diciendo:
“Ordénale a Aarón y a sus hijos, diciendo: Ésta es la ley de la ofrenda ígnea:
es la ofrenda ígnea que permanece sobre la llama, sobre el altar, toda la
noche, hasta la mañana, y el fuego del altar debe mantenerse encendido encima
de ella. El sacerdote vestirá su túnica de lino y vestirá pantalones de lino
sobre su cuerpo; separará las cenizas de lo que consumió el fuego de la ofrenda
ígnea sobre el altar y las colocará junto al altar. Se quitará sus vestimentas
y se pondrá otras vestimentas, y sacará las cenizas fuera del campamento, a un
lugar puro” (Vaikrá 6:1-4).
Es curiosa la manera en la cual la Torá le da tanta importancia a
un aspecto aparentemente trivial: limpiar el altar de las cenizas de los
sacrificios del día anterior. Esta ceremonia está muy bien detallada por los
sabios acerca de cómo debía llevarse a cabo e incluía, tal como lo señalan
explícitamente los versículos, cambiarse de ropa y colocar las cenizas fuera
del campamento.
Aparentemente, no sería necesario que la Torá especificase que se
debe limpiar el altar de las cenizas ni mucho menos darle esa importancia.
Después de todo, cuando se organiza un evento importante, lo de menos es cómo
limpiar el lugar después del evento.
Sobre este versículo, comenta Rabenu Bejayé Ibn Pekuda en su Jovot
Halevavot al hablar
sobre el orgullo: “Que la persona empequeñezca sus actos ante sus propios ojos
y piense que respecto a Dios y las demás personas hace muy poco en los asuntos
de la Torá y que le pida a Dios fuerzas y abandone su propio orgullo en aras
del honor de su Creador… como está escrito acerca de Aarón “…y sacará las
cenizas…”, que la Torá lo obligó a sacar las cenizas diariamente para obligarlo
a ser humilde y erradicar el orgullo de su corazón”.
Esta ceremonia conocida como Terumat
hadeshen se le encomendó a
Aarón, el Cohén Gadol, para obligarlo a ser
humilde y erradicar el orgullo de su corazón. Pese a que Aarón era una persona
increíblemente humilde, de todas maneras su puesto era de suma importancia para
todo el pueblo judío y existía la posibilidad que se enorgulleciese de sus
funciones dentro el Mishkán.
Para evitar esa posibilidad, se le dio la tarea de limpiar las cenizas.
Una buena parte de las comunidades judías del mundo vivimos con un
modo de vida tal en el que los trabajos manuales son percibidos como de menor
importancia y por lo tanto son mal remunerados. Pero el trabajo manual tiene
también ventajas que no deben menospreciarse. En el Talmud Torá de Kelm, donde
se formaron grandes sabios que iluminaron al pueblo judío2, uno de
los mayores honores que se le podía dar a uno de los talmidim era el de limpiar el Beit Midrash y sacar la basura. Difícil pensar en
esos parámetros hoy en día, cuando deliberadamente evitamos efectuar ese tipo
de labores y contratamos personas que lo hacen por nosotros.
El trabajo manual es esencial para lograr dos objetivos
importantes: 1) involucrarse corporalmente en una labor que beneficia a otros:
el impacto personal en uno mismo de hacer algo por los demás es mucho mayor al
de pedirle a alguien más que lo haga; 2) transmitir humildad: al fin y al cabo,
simplemente soy el que limpia y barre o el que saca las cenizas del altar, como
Aarón.
Shlomo Carlebach relataba la historia de cuando conoció una vez a
un barrendero jorobado en Tel Aviv:
“Hace algunos años, mientras caminaba en Hayarkón en Tel Aviv, vi
a un hombre mayor que se dedicaba a barrer las calles y que además era
jorobado. Me acerqué a él, lo saludé y le pregunté de dónde era. Me respondió
que era de Piaseczna, Polonia. Le pregunté si alguna vez tuvo contacto con el
Rebe Kalonimus Kalman.
—Claro, fui alumno suyo en su Ieshivá de los 5 a los 11 años
—respondió.
—Toda mi vida he esperado conocer a alguien que lo haya conocido
personalmente. ¿Me podrías transmitir alguna de sus enseñanzas?
El barrendero no respondió y siguió barriendo. Después de
insistirle, me dijo:
—Estuve en Auschwitz durante cinco años. Llegué a Auschwitz cuando
tenía once años, pero parecía de 17 por lo fuerte que era. Era tan fuerte que
me golpeaban para tratar de romperme y por eso me dejaron la espalda así. ¿De
verdad crees que recuerdo algo de lo que aprendí cuando era niño?
—Lo que salía de la boca del Rebe entraba al corazón y nunca se
podía olvidar —le respondí.
—¿En verdad quieres saber?
—Te prometo que me encantaría —le respondí.
El barrendero apoyó su escoba en la pared y me dijo:
—Imagina una cena de Shabat con cientos de jasidim bailando alrededor del Rebe. Cuando
hacía Kidush, se sentaba con cientos de niños y nos enseñaba algo entre el
pescado y la sopa, después otra enseñanza más entre la sopa y el plato fuerte y
después otra más entre la carne y el postre. Y lo que siempre nos repetía era:
“Niños, niños preciosos, sepan que lo más grande del mundo es hacerle un favor
a alguien”. Cuando llegué a Auschwitz me di cuenta que toda mi familia había
muerto y yo estaba solo en el mundo. ¡Tantas veces quise matarme! Pero siempre
recordaba las palabras del Rebe, que lo más grande del mundo es hacerle un
favor a alguien. ¿Sabes cuántos favores se podían hacer en Auschwitz cada
noche? La gente necesitaba mucha ayuda, gente que necesitaba algo de comida, un
oído que los escuchara, un poco de consuelo. Y ahora estoy en Tel Aviv,
totalmente solo. En ocasiones me dan ganas de matarme y tirarme al agua, voy al
mar y me sumerjo hasta que el agua me llega hasta la boca, pero escucho la voz
del Rebe que decía que lo más grande del mundo es hacerle un favor a alguien y regreso
a las calles con mi escoba y me pongo a barrer. ¿Sabes cuántos favores se le
pueden hacer a la gente aquí en las calles?
Los pequeños actos, con las intenciones correctas, enaltecen a la
persona.
Tomado de página: http://www.aishlatino.com
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